Internet ha dejado de funcionar durante cuarenta minutos. Me daba miedo pedir que lo arreglasen, por si lo estropeaban para siempre. Me daba miedo confiar en que alguien podía arreglarlo. Opté por una pequeña iniciativa. A diez metros de mi mesa, la recepcionista me confirmó que, en efecto, Internet no funcionaba. Y me recomendó que esperáramos. La impotencia subió un escalafón en la pirámide del poder.